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La damnatio memoriae o la negación de la memoria

El Palatium de Teodorico (siglo VI d. C.) Ravenna, Italia. El cambio de color en las teselas y las manos sobre las columnas delatan la damnatio memoriae a la que fue sometida la representación de la corte del emperador
El Palatium de Teodorico (siglo VI d. C.) Ravenna, Italia.
El cambio de color en las teselas y las manos sobre las columnas delatan la damnatio memoriae a la que fue sometida la representación de la corte del emperador

 

 

La damnatio memoriae era una condena judicial que se ejercía en época romana. Consistía en que a la muerte de una persona, considerada enemiga, se decretaba la condena de su recuerdo, retirando o destruyendo sus imágenes y su nombre en todos los lugares donde figurara. Es decir, el estado promulgaba una condena con la intención de borrar su propio pasado, de renunciar a una parte de sí mismo; era literalmente una condena de la memoria.

La damnatio memoriae se ha venido practicando, consciente o inconscientemente, a lo largo de los siglos. Sin embargo, en la actualidad, nuestra sociedad ha desarrollado una damnatio mucho más sutil, más cruel y mucho más eficaz contra su propia memoria, contra su propia cultura. Ha sabido desarrollar y construir los mecanismos necesarios para auto-aplastarse culturalmente a sí misma y para vaciarse de contenido. Desde la Ilustración, el concepto de desarrollo se concentra en el progreso, herramienta que nos debería o debe llevar al paraíso. Se crea un marco mental que propone como camino: la eficiencia, el éxito, la competitividad, la equidad… Sin embargo, para alcanzar esa ansiada meta es necesario destruir antes los mecanismos de compensación propios de una cultura, los que hacen preguntarse al hombre por el sentido de las cosas, de sus tradiciones, de sus mores…  Aparece una civilización sin cultura, sin criterio, que se niega a sí misma convirtiéndose en una gran maquina productiva que no quiere pensar.

Nuestras ciudades son una de las consecuencias visibles de este intangible e implacable rodillo. Ciudades que no reconocemos y en las que no nos reconocemos. Ciudades que se transforman a un ritmo tan vertiginoso que no podemos asimilar.

La memoria de nuestras ciudades son los palacios, conventos, iglesias…, pero sobre todo el tejido que une a estos monumentos, una arquitectura que llamamos popular, tradicional o vernácula. Las casas donde hemos crecido y habitado. Arquitectura anónima cuyo valor radica en su condición de testigo que nos habla del pasado y del presente, de la evolución de una colectividad, de cómo ha resuelto sus necesidades materiales y espirituales, de cómo se han articulado sus diferentes sectores sociales, de cómo se han desarrollado soluciones constructivas, de cómo se han empleado materiales autóctonos, etc.

 

Montaje fotográfico realizado por el arquitecto José Antonio Coderch
en los años sesenta, a partir de algunos ejemplos de arquitectura popular.

Nuestra sociedad ha decretado una damnatio memoriae sobre su arquitectura popular. Un patrimonio asociado a un pasado de escasez, que sus antiguos habitantes y vecinos quieren olvidar a toda costa y, en cuanto pueden, lo arrasan para sustituirlo por modos de habitar a menudo carentes de lógica, funcionalidad y arraigo. Nos olvidamos que estas viejas edificaciones, como la música popular, la forma de hablar, la gastronomía, las fábulas, los refranes… son nuestra memoria, nos relacionan con el pasado y nos identifican con nuestra tierra. Con su abandono, desprecio o demolición estamos procediendo a una autentica negación de nuestra memoria.

Parece que sólo lo monumental, lo histórico, lo artístico o lo antiguo se considera patrimonio. El valor que se da a la arquitectura popular es inexistente y, en el peor de los casos, negativo. Se supone, además, que esta arquitectura no es tan escasa como la histórica. Las condiciones que hicieron posible esas construcciones vernáculas han cambiado, la economía y cultura que las produjeron han desaparecido. Habría que comenzar a pensar en la arquitectura tradicional como un bien que puede pasar de la abundancia a la total extinción, debido a la rapidez en las demoliciones, de la que han hecho y hacen gala un considerable número de poblaciones durante ese último boom económico, sin que parezca que nadie se haya alarmado. Es un problema arquitectónico pero también histórico, económico, etnológico, social… y sobre todo es un problema cultural.

 

Baeza, 2004.
En plena burbuja inmobiliaria y recién declarada Patrimonio de la Humanidad, innumerables casas vernáculas y de carácter popular fueron demolidas en el convencimiento que lo único que tenía valor en su núcleo histórico era lo monumental o lo construido en piedra vista

 

Algunos de los paisajes más bellos de Andalucía están formados por su arquitectura popular. Arquitectura que es paisaje con toda su profunda significación cultural. Pero es también uno de los que con más rapidez y eficacia se está destruyendo. Como si se tratara de un vestigio infamante del pasado, parece que hay que sustituir su caserío lo antes posible para borrarlo del paisaje. Desde los años cincuenta del siglo veinte, en determinados lugares, se ha asumido con una natural indiferencia los procesos de alteración y sustitución de las viejas y antiguas casas de sus conjuntos urbanos. La sencillez y sobriedad de su arquitectura tradicional ha servido como excusa para poder actuar sin ningún reparo, ni escrúpulo en su patrimonio edificado heredado.

 

Paisaje de Chiclana de Segura (Jaén)

 

Sobre la arquitectura popular confluyen una serie de causas que pueden precipitar su desaparición. En primer lugar, los profundos cambios habidos en nuestra reciente historia económica que han dejado, de un año para otro, obsoletas buena parte de las tipologías tradicionales de vivienda. También los tópicos homogeneizadores que sólo consideran la arquitectura popular por su aspecto pintoresco o superficial, dando lugar a construcciones neo-folclóricas que pretenden representar la esencia de una pretendida arquitectura andaluza que además se considera uniforme en toda la región. Por desgracia, la arquitectura vernácula no se ha valorado nunca por las soluciones que aporta a los problemas que el medio le ha planteado en relación a la implantación, ventilación, funcionalidad, asoleamiento…

En muchos casos, el proceso de renovación urbana es potenciado por determinados agentes, públicos y privados, que practican una arquitectura y un urbanismo nada sostenible. Lo que importa es el gasto, la inversión y en cómo hacerlo visible, no el proceso, el método o el resultado. Bajo la etiqueta ‘rehabilitación’ y con el argumento de realizar mejoras en la calidad de la vivienda, se encubre a veces una especulación urbanística que sirve para implantar rentables modelos, más adecuados a las finalidades del mercado que a las necesidades del habitante y de la población. La consecuencia inmediata es la falta de identificación de las personas con ese nuevo modelo habitacional, apareciendo el desarraigo.

Martos (Jaén) 1999. Plaza de la Villa

El convencimiento de que, gracias al grado de desarrollo y tecnología que hemos alcanzado, somos capaces de hacerlo mejor que en cualquier otro tiempo pasada, también está provocando la desaparición de una parte muy importante de este patrimonio tan débil. Lo sencillo y fácil es constatar que esas viejas casas no se adaptan a las actuales demandas y necesidades para tener así la coartada perfecta para derribarlas. Ha existido y existe la convicción de que lo que se está cayendo, bien caído está. Paradójicamente, en sociedades más desarrolladas y conscientes de lo que este patrimonio significa, la misma tecnología permite el rescate y reutilización de los viejos materiales, haciendo confortables las casas, manteniendo la memoria del lugar, consiguiendo además un desarrollo más sostenible.

En nuestras ciudades estamos asistiendo impávidos al desmantelamiento de nuestra propia identidad, suplantándola por maneras de vivir que nada tienen de común con nosotros.

Y entonces aparece la melancolía. Nostalgia de las ciudades que perdimos, sin saber cómo, ni por qué. Como si tuviéramos mala conciencia, reaccionamos intentando mantener viva esta memoria protegiendo monumentos, haciendo museos, refugiándonos en las primaverales procesiones –que nos remiten año tras año a las imágenes de infancia que tenemos de nuestra ciudad– o publicando libros con fotos en blanco y negro de lo que fueron y ya no son, ni serán, nuestras ciudades. Parece que hay una relación proporcional entre la destrucción de una ciudad y la publicación de libros nostálgicos sobre la misma. La necesidad de definir y afirmar una identidad propia se utiliza para crear un artículo más de consumo. Sin embargo, la nostalgia y el lamento no nos devolverán lo que perdimos.

Ante semejante panorama ¿qué futuro le espera a la arquitectura popular?; ¿existe verdadera conciencia y voluntad colectiva de que hay que mimarla y cuidarla? Y si es así ¿de qué manera se puede proteger?

De la arquitectura popular no quedan las ruinas, ni menos aún ruinas gloriosas: sino un montón de escombros. Afortunadamente ninguna damnatio fue lo suficientemente eficaz como para borrar el recuerdo del individuo al que condenaba y su rastro, transcurridos los siglos, es de nuevo hallado e interpretado por los arqueólogos. El reto es mantener vivas estas edificaciones, usándolas. En vez de llorar lo que perdimos deberíamos valorar lo que tenemos.

La preservación de la arquitectura popular, pasa por un definitivo cambio de actitudes ante la misma. Por parte de las administraciones que, con políticas de investigación, difusión y concienciación, deberían articular medidas coherentes destinadas a su revalorización y conservación. Por las personas que aún habitan y usan estas arquitecturas, para que reconociendo el valor de lo que poseen, cambien su percepción de las mismas. Conocer y documentar la arquitectura popular es el punto de partida para establecer unos criterios adecuados de intervención y protección, entendiendo que cualquier medida administrativa que intente imponer una conservación absoluta de lo que queda, es además de imposible, inapropiada.

 

Casco histórico de Quesada (Jaén), 1991

 

Sería necesario cambiar la connotación negativa del concepto ‘viejo’ por otra positiva, como por ejemplo ‘anciano’ o ‘antiguo’, y aplicarlo a materiales, construcciones y espacios arquitectónicos. Esto supondría reconsiderar el valor de muchos de estos elementos como ejemplos del buen hacer de las construcciones del pasado; de sus condiciones ambientales, sus materiales, su distribución interna, su racionalidad…

Uno de los problemas más importantes para el arquitecto contemporáneo es hacer compatible la técnica moderna con la memoria del lugar donde edifica. Frente a la infalibilidad aparente de los nuevos materiales y técnicas, se debería apreciar y valorar lo que aún queda de estos nobles y antiguos materiales y su tradición constructiva. Esta actitud no supone una renuncia a la arquitectura contemporánea sino que tiene que ver con la forma de entender la relación entre la arquitectura heredada y la nueva arquitectura.

Memoria, identidad, patrimonio… Preservar nuestras construcciones tradicionales es testimoniar su significado histórico, arquitectónico y social como parte de un paisaje y una memoria colectiva que nos pertenece. Porque sin memoria no hay poesía. Y la memoria es necesaria para que el individuo contemporáneo pueda definir su identidad y su propio medio.

Sólo se ama lo que se conoce y sólo se defiende lo que se ama. Estudiar, analizar, conocer la arquitectura popular debería ser una importante labor de cualquier sociedad civilizada. Porque conocer algo tan bello, tan trabajadamente espontáneo como la arquitectura popular, es el mejor camino de amarlo y, como consecuencia, defenderlo para que quede algo más que el recuerdo de unas fotos en blanco y negro.

Jaén, 17 de Marzo 2004.

 

REVISTA

ALDABA, nº 16, 2004, pp. 104-115   descargar

 

ARTICULO DE PRENSA 

DIARIO JAÉN, Jaén 2004